Exequias de plomo, responso del mar

Extracto del relato Exequias del plomo, responso del mar
El sabor del sexo ascendía al cielo nocturno con cada calada. El humo se curvaba rememorando la pasión que el fumador trataba de dejar atrás. Sí, el polvo había sido tremendo, brutal como nadar en lava. Pero eso ya no importaba. Había miles de pavos en ron bajo sus pies, y se lo iba a robar a su dueña por encima de su cadáver.

Un susurro descalzo e inesperado rozó la cubierta. Era Marie que se acercaba a su espalda. Se sintió extraño al pensar que, por suerte, no le había pillado enviando la señal a los otros.

—¿Encuentras tu estrella, Jim?

Él se giró y le dedicó una media sonrisa. Maldita sea, se sentía aún peor cuando esa belleza estaba cerca.

—La verdad es que no. Quizá esté en el fondo del mar —respondió, tirando el agonizante cigarro por la borda.
—Qué pena —apreció ella con suavidad, atrapándolo con su abrazo cálido y sus intensos ojos índigo—. Seguro que no has buscado bien. O quizá te la dejaste entre las sábanas...

Marie dejó caer las palabras con picardía, grabándole un beso más en el cuello arañado por la lujuria pasada. Pero para él esa sensual dulzura ya era incómoda, imposible de soportar.

—Suéltame Marie —la espetó a la vez que se zafaba con rudeza de sus brazos esbeltos—. Se acabó la farsa.
—¿Farsa? ¿Qué quieres decir?

La sorpresa de la mujer se convirtió en desconcierto al notar un centelleo metálico en la mano del hombre. La apuntaba.

—¿Jim?

La voz de ella sonó como si fuera a romperse y un puño, pálido por la presión del miedo, se cerró sobre su pecho. Se apartó de su amante como si no lo reconociera, con pasos inciertos, mientras que su otra mano buscó algo a lo que aferrarse. La penumbra se había vuelto de súbito muy siniestra para la dama.

A él le entristeció verla así, frágil y asustada. Esa no era la impetuosa Marie la Española que había conocido y amado. No era la mujer que navegaba sin miedo llevando ron de Habana a Florida burlando a los guardacostas. Antes que verla derrumbarse del todo, decidió acabar cuanto antes con esa visión patética.

—Lo nuestro ha sido divertido, Marie. —habló Jim al fin, manteniendo a raya su conflicto interior—. Incluso llegué a pensar que lo nuestro podría durar... Pero no quiero acabar como tus otros amantes, encofrado en cemento en el fondo del mar. No es un bonito regalo de despedida.
—¡Jim, espera! ¡No lo entiendes! —gritó ella con timbre desesperado.
—Adiós Marie.

Tres tiros resonaron bajo la noche sin luna, estremeciendo el aire con su eco. Incluso el mar pareció quedar en suspenso tras las detonaciones. Pero restalló un cuarto disparo. Y un quinto, y así hasta que Jim vació el cargador. El contorno vaporoso de la dama no se inmutó, ni mancha de sangre alguna mancilló su largo camisón blanco.

—¿Qué demonios? —exclamó estupefacto.

La conmoción transfiguró la confianza del hombre. Ella desprendió de su rostro la máscara de miedo y enderezó su figura. La luz de un farol cercano se rompió en sombras marcadas sobre el rostro, ahora severo, de la mujer.

—¡Jim! ¡Sólo me cargo a los imbéciles que me traicionan!

Las palabras cortaron el aire entre ellos. Él levantó la vista y chocó con una mirada que le quemó las entrañas. Ese era el fuego azul de Marie la Española, intenso y astuto. Inmisericorde. Y él había fracasado en apagarlo.

—Esta vez no —replicó Jim sin mucho aplomo, atento a los ruidos que provenían de aquel mar atlántico e indiferente.

Su mente se relajó al oír enseguida un suave chapoteo de palas. Al menos esa parte del plan había seguido adelante. Hombres armados con pistolas subieron a cubierta y, callados como tumbas, rodearon a la pareja. La luz vaga no dejaba a Jim distinguir bien sus rostros, pero se le hizo rara la actitud de los recién llegados. No estaban nerviosos, ni exhibían ansias por llevarse el tesoro líquido de la bodega. Más bien parecían estar aguardando una orden.

—¿Qué estáis esperando? El ron...
—¿Qué hacemos con él, señorita Waite? —cortó en seco uno de aquellos tipos.

La sangre de Jim se congeló en ese mismo instante, mientras que Marie notaba bullir su temperamento en las venas. Alzó la mano para indicar al hombre que esperara.

—¿Sorprendido, Jimmy? —la sorna de la mujer sonó afilada—. Te creíste más listo que yo, y mírate ahora. ¡Oh espera! Si te tengo otra sorpresa... ¡Rolland!

Otro hombre salió de la cabina del yate y le entregó una pistola. Era idéntica al Colt 1903 que aún aferraba Jim en vano. El ánimo del acorralado se hundió más y ella leyó en sus ojos huidizos el terror a una muerte imprevista y demasiado próxima.

—¿La ves? Ésta es tu pistola, cariño.
—Un poco grande para ti, ¿no? —dijo él, desgarbado.
—¿Menospreciándome de nuevo? Qué poco me conoces, Jim —replicó Marie, más fría que la semiautomática que empuñaba—. No te gustaría saber cuantos corazones he partido con su propio plomo.

Un ademán autoritario de Marie hizo que el corpulento Rolland la diera un cigarro de su pitillera y se lo encendiera al momento. Ella dio una larga calada, sin dejar de clavar sus iris acerados en el hombre que iba a ejecutar.

—Sujetadlo —ordenó al fin.

Jim no se resistió. Tirarse al agua era tan suicida como enfrentarse a todas esas armas. Quizá peor. Ella se acercó, le plantó el cigarro en la boca y un cálido beso en la mejilla.

—Yo era tu estrella, Jim —le dijo al oído.

Se alejó de él unos pasos y los hombres se apartaron al verla apuntar con firmeza asesina. Jim se limitó a paladear ese último cigarro y a sonreír con amargura.

—¡Cómo! ¿No habrá ataúd de cemento para mí?
—No, cariño. Ya derroché demasiado en tus balas de fogueo.

Tres detonaciones iluminaron brevemente la oscuridad, después empezó el funeral.

Fue breve, algo normal entre tiburones.
Durante los años que se aplicó la Ley Seca en los Estados Unidos, las calles de ciudades como Chicago o Nueva York permanecieron, irónicamente, a buen remojo de alcohol y sangre. Pero esa guerra por el dinero y el poder también se hacía en el mar, en botes o barcos preparados para llevar la valiosa carga con rapidez y discreción.

Ron y otros licores se llevaban desde la Havana hasta las costas de Florida, evitando, sobornando o disparando a los guardacostas. Éste no fue un juego exclusivo de hombres, hubo también mujeres que llegaron alto a ambos lados de la ley. Y es en una de ellas, Marie Waite, en la que me inspiré para hacer el relato que he publicado en esta entrada. Si quieres saber algo más de la mujer que fue en realidad, echa un vistazo a este artículo en inglés.

Comentarios

  1. Es bueno eso de añadir cosas que nos hagan tener cultura, como lo de Marie Waite a quien no conocía. Está bien escrito pero lo de “Esa no era la impetuosa Marie la Española que había conocido y amado” me desconcierta, ya que pasar de haber amado a alguien a quererlo matar es muy radical. Sería conveniente mostrar el proceso de cambio, pues si la amó en el pasado, ¿qué pasó para que ahora desee cargarsela?

    Otra cosa poco verosimil es cuando Jim dice que la pistola es un poco grande para ella. ¡Se lo van a cargar! ¿Qué hace pensando en esas minucias en sus últimos momentos?

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    1. El proceso de cambio es muy sencillo: una gran cantidad de dinero (dólares o, como los llamo de forma más coloquial, "pavos") en forma de botellas ron en la bodega del barco. Y si vas a traicionar a alguien poderoso que tiene bajo su mando una organización criminal, si te es posible te querrás asegurar que no vendrá luego tras de tí para vengarse. Por otra parte, en el mundo del crimen organizado cosas así no se perdonan, porque el líder que lo deje pasar o no lo resuelva de forma contundente perderá el respeto de sus subalternos y asociados. Y Jim sabe muy bien cómo se las gasta Marie, algo que he tomado prestado del personaje histórico.

      Lo de la pistola y demás conversación es la forma de Jim de mantener la honra hasta el final, algo en parte un tanto peliculero, sí, pero tampoco una actitud tan sorprendente en un tipo endurecido por su vida en ese mundo criminal. Si te van a liquidar, que no sea tirado en el suelo llorando pidiendo una clemencia, que sabes no van a tener, sino con un mínimo de decoro.

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    2. “ El proceso de cambio es muy sencillo: una gran cantidad de dinero (dólares o, como los llamo de forma más coloquial, "pavos") en forma de botellas ron en la bodega del barco.”

      Entiendo que me estás diciendo que eso es lo que le hizo de amar a querer matarla: quedarse con esa cantidad de dinero.

      Cuando amas a alguien no lo matas por intereses materiales. Por lo tanto, no la amaba de verdad, así que sobra que el narrador dijo que la había amado

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    3. El último de la fila hizo una canción llamada, muy acertadamente, "Cuando el hambre entra por la puerta, el amor salta por la ventana". La situación del relato es parecida, cambiando el hambre por la ambición (o incluso por una combinación de ambas). Además, no olvides que las relaciones humanas son complejas y llenas de matices, de ahí el dicho de "Quien bien te quiere, te hará llorar".

      Y, desde luego, no sobra en absoluto el hecho de que Jim ama, y sigue amando a su manera, a Marie. Las relaciones pueden ser así de retorcidas, especialmente en un entorno de criminalidad y riesgo elevado como era el de hacer contrabando de alcohol en esas circunstancias. Si no lo has hecho ya, leete el artículo sobre Marie Waite que he enlazado en mi comentario al texto y sabrás cómo se las gastaba esa mujer con sus amantes.

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