Álter ego

Necesitó un momento para que sus ojos se adaptaran a esa blancura absoluta. Después pudo distinguir el suelo del techo, la pared izquierda de la derecha. El frente de su espalda. Pero daba igual donde mirase: todo era pálido, inmaculado y liso. Ni una referencia, ninguna señal de qué o cuál era ese sitio.

Eso no era lo único desconcertante. Vio que iba enfundado en un mono negro, en contraste impecable con el entorno monocromo. Su respiración se empezó a agitar y le sonó rara, como filtrada. Las manos enguantadas buscaron su cara pero no hallaron piel, algo que parecía plástico la cubría. Su grito alarmado brotó destrozado y artificial, absolutamente incomprensible.

Un pavor frío estremeció su cuerpo. No recordaba cómo había acabado allí, ni mucho menos el porqué. Su mente confusa buscaba una salida pero lo único que halló fue otra sorpresa, un objeto de brillo metálico tirado en el suelo. Se acercó y lo reconoció. La hoja afilada y el borde dentado para desgarrar eran inconfundibles. Sobrecogido, recogió el cuchillo, sospechando ya de qué iba todo eso.

El eco de unos ruidos le alcanzó por sorpresa. Eran fragmentados, ásperos e incomprensibles. Voces filtradas por máscaras como la suya, pensó. Parecían acercarse, armados seguramente. Él nunca se había peleado con nadie y menos a muerte. ¿Luchar sin razón contra desconocidos? ¿Él? Imposible. Terriblemente asustado, decidió escabullirse sin hacer ruido.

Llevaba el puñal como su temor, en ristre. Cada paso era un salto al peligro en aquella blancura perenne. Cada exhalación, una traición a su propia vida. Por ello andó con cuidado, de puntillas cuando se acercaba a un cruce, asomándose siempre con extrema cautela.

Sus dedos rozaron la enésima esquina y se paralizó, un sonido descacharrado acechaba a la vuelta. Tenía una cadencia reconocible, el ritmo de una respiración. Dudó en seguir adelante pero no le dio tiempo a aclararse. El jadeo filtrado se aceleró hasta convertirse en una cacofonía indescriptible. Segundos después, aquel aliento se alejó para batirse con los gruñidos rotos de otro completo desconocido.

Decidió gastar un poco de valor en asomarse. Despacio, se arrimó a la arista y sacó la cabeza lo justo. Lo que vió su retina lo estremeció. Ambos hombres, también de negro como él, peleaban con furia. Se embestían, agarraban, se arrojaban contra los muros y aprovechaban cualquier resquicio para colar sus golpes. Sí, como él había temido, era una lucha a muerte. Aquella confirmación lo aterró aún más.

Y esas máscaras... Las máscaras que llevaban eran desconcertantes. La cabeza de uno de los tipos era azulada y unicórnica, con facciones exageradas y redondeadas. La del otro recordaba la cabeza de un felino de piel dorada, pero con sus curvas mezcladas con ángulos rectos. Eran semblantes de criaturas míticas, feroces y sin asomo de compasión. Y los rostros bestiales habían convertido a esos dos hombres en monstruos de rugidos distorsionados. Dejó de mirar y se pegó a la pared, con su corazón al borde de la taquicardia.

Llevó la mano libre a su rostro y, con tacto tembloroso, intentó deducir los rasgos que le habían impuesto. Los sintió suaves y proporcionados excepto la boca, que parecía ser una sonrisa muy pronunciada en V. Los cuernos en su frente le hicieron sospechar de qué podría ser esa cara. Se acordó del metal de su cuchillo y lo usó de espejo. Resopló una risa angustiada al entender su reflejo: un diablo de intensa piel roja le miraba con gesto malicioso y confiado. No podían haberle elegido un maldito álter ego mejor.

¿Qué podía hacer? Ni idea. La ansiedad lo golpeaba con cada grito de la pelea cercana. Escapar no parecía una opción, y tampoco se creía capaz de defenderse. Sólo le quedaba retrasar todo lo posible el encuentro con quienes estuvieran allí, encerrados con él. Su confusión le distrajo y no se enteró de la silueta al otro extremo del pasillo. Necesitó un segundo para advertir la mancha oscura que, al instante, se convirtió en una negra figura humana.

Pasos tranquilos, sin rastro de miedo, llevaron a aquel extraño frente al pobre diablo. El recién llegado lucía una faz severa, barbada y de palidez marmórea. Los cabellos habían sido moldeados ondulados y rebeldes, acentuando la impresión de poder de la efigie. Además, bajo el atuendo oscuro se definía una musculatura bien formada, poderosa. En verdad, el hombre encajaba la perfección con el espíritu de su máscara.

Semejante semidiós lo miró un momento, lo justo para evaluarlo y emitir veredicto. Aún con la distorsión, resultó obvio que era una risa de desprecio. Sin palabras, el gigante le había dicho que no era nada, ni la sombra de una amenaza. Con la mano extendida le indicó que huyera, ya lo mataría más tarde. Para él semidiós no suponía la más mínima diferencia. Al demonio le costó un momento superar la parálisis del miedo, antes de largarse con su cobardía por donde le indicaban. Primero despacio y bajo la atenta mirada del rival, se alejó con la pared a su espalda hasta que estuvo a unos pasos de distancia. Después, con los ecos del combate mortal todavía en sus talones, sólo supo correr a través de la infinidad blanca.

El terror resollaba en sus pulmones y el pánico dictaba sus acciones. Se chocaba con las paredes en los cruces y doblaba torpemente las esquinas, cayendo alguna que otra vez al suelo. Pero al fin su carrera angustiada perdió fuerza y entonces se detuvo. Apoyándose en el muro se concedió un segundo para recuperar el aliento. El sonido averiado de su respiración hizo de melodía siniestra para los latidos asustados de su corazón. De nuevo estaba sólo en ninguna parte y seguía sin saber qué hacer. Pero aquel sitio tenía otros planes para él. De súbito, el blanco que lo rodeaba pasó a ser de un rojo intenso. Sanguíneo. Se irguió y miró como todo alrededor suyo se tiñó de ese color vibrante.

Una estridencia extraña creció en el aire. Se acercaba rápido a donde estaba, y él miró nervioso en la dirección de donde procedía. Le sorprendió ver que un rostro viajaba de lado a lado de los muros. Era la máscara dorada de uno de los tipos que había visto peleando antes. No necesitó mucho más para hacer una macabra asociación de ideas. La imagen se perdió por el laberinto pero la siguieron otras no mucho después. Unas que no esperaba en absoluto: flechas. Estilizadas y rojas, aparecieron en círculos blancos en las paredes todavia coloradas. Se movían en procesión, apuntando todas en una misma dirección. Le invitaban a seguirlas, pero él no creyó de fiar esa guía repentina.

El carmesí arterial fundió a blanco, las señales empezaron a desvanecerse una a una. Justo en ese instante el diablo cambió de idea. Creyó menos patético ir en pos de la muerte que dejarse cazar por ella. A pesar de su temor, tuvo que correr para no perder de vista los símbolos. Aunque no por mucho tiempo. El último que pudo ver le indicaba girar a la derecha en otro cruce. Temiéndose lo peor, el diablo se asomó despacio al corredor indicado. Otra máscara, oscura y de facciones geométricas, le encontró la mirada. Y no dudó en lanzarse por él de inmediato.

La persecución apenas duró dos pasillos. Rodaron por el suelo, sus gritos de lucha se enmarañaron en una desesperación letal. Las fuerzas de ambos estaban igualadas, también en el terror. Valía todo: codazos, patadas, zarpazos con los filos que ambos empuñaban. La victoria era la vida, y ver en la careta oscura aquellos dientes tallados, prominentes, blancos y afilados, alimentaron la furia superviviente del demonio. No quería morir. ¡No quería morir!

El golpe de suerte fue suyo. En un lance pudo empujar al otro con las piernas. El tipo cayó de espaldas y no tuvo tiempo de levantarse. El diablo rojo se abalanzó a ensartar el pecho de su enemigo con su hoja, gritando con furia y horror. Después, soltó el mango y dejó al condenado exhalar en paz. El charco de sangre se confundió con el suelo cuando el laberinto anunció la muerte del hombre de la máscara negruzca. Pero el demonio no podía reaccionar, nunca había matado antes. Era un espanto totalmente nuevo, la sensación de ser él un asesino.

Un grito desfigurado le sacó de su ensimismamiento. Había sonado demasiado cerca. Se dio la vuelta, justo cuando en la intersección apareció el origen del estertor. Era el hombre de la máscara azulada. Andaba despacio, apoyándose en la pared con una mano ensangrentada. Con la otra intentaba agarrar algo a su espalda, el mango de un cuchillo. Unos pasos rápidos alcanzaron al moribundo y un hombre lo aferró por la barbilla, degollándolo con soltura. El cuerpo cayó, gorgoteante y desmadejado, y la máscara roja se estremeció. Una faz pétrea demasiado familiar le devolvía la mirada.

Las paredes no tardaron en contar en rojo la reciente víctima. Mientras, aquel semidiós cruel inspiró hondo, puso sus brazos en cruz y dejó que el diablo acuclillado contemplara su potencial físico. Después lo señaló con la punta de su puñal ensangrentado. El aterrorizado diablo pensó entonces en recuperar su cuchillo y huir de aquel psicópata, pero el laberinto todavía tenía reservada otra sorpresa.

Un leve ruido eléctrico acompañó el cambio de aspecto. Las paredes se recolocaron, cambiaron de tamaño o simplemente desaparecieron, y el maldito lugar se transformó en una gran estancia dividida a intervalos regulares por tabiques del mismo tamaño. Sin embargo, no perdió su albinismo inescrutable y pulcro. El diablo entendió que esa transformación era una señal, el extraño coliseo blanco exigía el último sacrificio.

La máscara roja arrancó el cuchillo del pecho de su primera víctima y corrió a perderse entre las paredes. Su rival de rostro marmóreo se lo tomó con calma, mostrando la confianza de quien se sabía cazador. Primero soltó su tétrica risa filtrada para que acosara a su nueva presa, y después el gigante inició su persecución.

El demonio se movía silenciosamente en zigzag, pasando de una pared a otra. Pero no tenía una estrategia clara en su mente, ni siquiera un deseo de matar. Sólo quería sobrevivir, y eso no fue suficiente. Un filo furtivo le alcanzó de repente en un brazo. Se giró por puro acto reflejo y el siguiente corte le marcó la espalda. Gritó de dolor y su enemigo se regodeó en su miseria.

Huyó como pudo, intentando ignorar el escozor de las heridas. Ya sólo pensaba en alejarse de la burla siniestra, atrasar su ejecución. Al final el cansancio le hizo aminorar su marcha, sollozando su desgracia. Sus ojos se empañaron, nublados por la angustia. Miró su cuchillo, aún teñido con la sangre de su anterior rival. Quizá no doliera tanto si se lo clavara él mismo en el corazón.

Sin embargo, optó por ocultarse de nuevo. Había sentido a su perseguidor acercarse. Sin verse, se acecharon el uno al otro. El cazador sanguinario y la presa desalentada se rastrearon por los susurros de sus pasos, por el ruido delator de su respiración. La sangre con la que el herido manchaba las paredes... Y no se encontraron, pero por muy poco.

El diablo optó por girar a su izquierda y se quedó quieto tras otro tabique perfectamente blanco. En sólo un par de segundos, el terrible semidiós barbudo llegó al lugar. Se detuvo, como olfateando el aire. Oteó en la blancura en busca de huellas escarlata, intentó oír alguna respiración, pero nada.

Sin rastros que seguir, no sabía hacia donde llevar su caza. Dio unos pasos a la izquierda, pero su instinto le hizo pensar justo en la dirección contraria. Se alejó, despacio y con el puñal dispuesto frente a él. El demonio esperó un momento, y después se asomó desde el otro extremo de la pared que lo ocultaba. Cuando se creyó sólo, se permitió un respiro. Uno minúsculo. Seguía atrapado con un maníaco en a saber donde. Seguía sin saber qué hacer.

Captó de refilón algo entre las paredes. Parecía una sombra. Se acercó con sigilo y vio que era una pierna. Y esa extremidad tenía dueño, en pretérito mortal. Era el hombre de la máscara dorada. Al recombinarse el laberinto, el cadáver había quedado hecho un desagradable embrollo en el suelo. Su cuchillo estaba cerca, igual de abandonado. A pesar de su espanto ante la escena, al hombre de la cara diabólica se le iluminó la mente. Ganaría su supervivencia siendo realmente demoníaco.

El rostro pétreo pateaba el cuerpo de la máscara azul, en un intento inútil de liberar su frustración. Se había cruzado de nuevo con dos de los muertos, pero no encontraba al maldito diablillo cobarde. Y ese maldito lugar no era tan grande, ¿cómo era posible? Pero algo rompió el silencio y sus oídos localizaron pronto el origen de aquel sonido.

Corrió, temiendo perder la orientación de las últimas notas de ese grito. No tardó en llegar al lugar y se encontró algo totalmente inesperado. Un cuerpo yacía encogido boca abajo sobre un charco de sangre. La máscara roja reposaba mustia a un lado... ¡El cabrón se había suicidado! Se acercó cauto y, al no percibir reacción alguna, se agachó y dio la vuelta al hombre. Una empuñadura coronaba su pecho y nada se veía del filo que hendía la carne.

Su frustración por no cobrarse la presa le distrajo. No sintió la figura a su espalda que emergió del silencio. Sólo cuando el frío del acero tocó su cuello supo que había caído en la trampa. Después, no pudo ni gemir: centímetros de metal impulsados por la rabia y el miedo tajaron la garganta del gigante.

El hombre endemoniado sí gritó. Bramó su furia y convirtió al falso semidios en un auténtico surtidor de sangre. No lo soltó hasta que le exprimió el último aliento. Después lo dejó caer con el cuchillo aún atravesado en el cuello.

El laberinto reaccionó a aquel final redistribuyendo las paredes como un pasillo recto con un único destino, una abertura rectangular y profundamente negra en su extremo final. El último superviviente se tranquilizó y empezó a caminar, bien erguido pero con puños tensos y cerrados, hacia lo que parecía la salida. Sin embargo, se paró a mitad de camino y, tras atusarse indeciso su corto cabello oscuro, se dio la vuelta con paso firme.

Recogió el puñal de su última víctima y lo limpió lo mejor que pudo. Después dudó un instante, pero también recogió la máscara de diablo del suelo.

Su alter ego podría serle útil más adelante.
Por lo general, lo terrorífico se asocia a la oscuridad, lo lúgubre, lo decrépito o lo abandonado. Y creo recordar que fue precísamente por llevar totalmente la contraria a la tradición que se me ocurrió la premisa básica de este relato: el horror también puede manifestarse bajo la luz más clara e intensa. De ahí que el escenario sea impoluto, sutilmente ultratecnológico, y esté bañado por una luz blanca que aniquila las sombras.

La máscara y el mono negro deshumanizan a los luchadores, facilitando el choque entre ellos. Pero, a la vez, los dota de una personalidad nueva, distinta a la que tenían antes de participar en ese juego letal. Quizá una que ya tenían agazapada bajo la piel, esperando su momento. No asumirla puede llevarlos a la muerte, pero aceptarla y sobrevivir también tiene un precio. Entonces, ¿qué es más terrible?

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